(La nostalgia no es un estado de ánimo, sino una categoría del alma)
Por Héctor Acosta- Ciudadano Ilustre de Quilmes
Llueve en esta tarde de otoño. Desde “la Coloma” el viento del río me trae el rebatir de graves campanadas. Una reminiscencia despierta en mí el curioso hurgar en mis entrañas, el recuerdo del viaje que mi madre Leonor hizo a los ocho años de edad en la panza de un barco, desde el puerto de Vigo hasta la lejana Buenos aires cruzando el azaroso atlántico, que con sus borrascas y su bamboleo de veintitrés días se hizo un tortuoso siglo.
Afuera arrecia la lluvia, entrecierro los ojos y me sumo en una nostalgia que hace chispear una recóndita partícula en la cual heredo las emociones maternales. Con naturalidad asumo que la inmortalidad del ser humano la tenemos en los descendientes y que llevamos en los genes los recuerdos que están grabados indelebles en nuestras almas. Me adormezco y me dejo llevar por ese encantamiento. Así, navegando, plácido, inicio el camino inverso a la realidad, a lo hecho por mi madre en 1910. Tras un dulce sopor despierto, sin sobresalto, por el repicar de unas castañuelas y una pandereta que unos aldeanos gallegos hacen de toda esa cauta algarabía un momento de esplendor espiritual. Así, en un perdido villorrio de la vieja Galicia, en un claro del bosque unos campesinos celebran vaya a saber qué alegría con una música sin grandes pretensiones y que ven extrañados como un anciano, yo, mira con encanto ver bailar a una galleguita de tres años, mi madre.
En la cándida carita de ella refulgen los reflejos de una fogata que los alumbra y los entibia. Recias voces dan secos cantares a coro que es contestado por un plañidero contrapunto de mujeres cuyos apagados ecos rebotan en las serranías y se pierden en la umbría del bosque. Aromas a castañas asadas y salvajes vahos de cabras que balan desde los corrales de piedras. Los bronces de una capilla anuncian solemnes el ángelus. El viaje de retorno ha concluido; estoy entre mis ancestros. Tal certeza me serena el ánimo.
Aquella experiencia onírica me dejó la convicción de que no ha de ser cierto aquello del “todo pasa”. Me rebelo a que el destino final del hombre es el olvido, reservándome la esperanza que en un lejano día, algún nieto tenga la clarividencia de repetir el viaje al pasado por el interior de uno mismo y así recuperar
cosas que el tiempo había evanescido en la brumas de la memoria.
Como el casi apagado fulgor de un farol balanceado en la barrera, pura chapa y escarlata, el aspirar el aroma de los cercos de madreselvas en flor y el trunco acorde del sensible bandoneón de Arturo Penon en una cortada del arrabal, las titilantes luciérnagas iluminando intermitentes mis anocheceres de la infancia al borde de las vías del ferrocarril Sud.
Cometo aquí la infidencia que el payaso “Anacleto” en una noche de función en el gran circo “California” me confesó el por que desaparecieron para siempre las luciérnagas. Enamoradas de las luces del ultimo tranvía, se fueron siguiéndolo en una aciaga noche de primavera, dejando al barrio en la eterna oscuridad. Ese día supe que yo iba a ser un hombre triste.
Aspiro a que ese ver sin ver y ese oír sin oír, en el alma de mis nietos de ochenta años, no sea sólo una ilusoria esperanza de un bohemio. Que no será al fin, un pedido más en esta tómbola que es la vida.
Otoño de 2014.
Obras: Lluvia y Corso de Villa Crámer, óleos de Héctor Acosta