Un cuento dentro de un cuento. Es recomendable leer antes el cuento disparador de Manuel Mujica Lainez, El Hombrecito del Azulejo. La mayoría de nosotros no obstante muy probablemente ya lo hayamos leído en nuestra escuela secundaria. Y hemos crecido junto a la fantasía de inmortalidad y salvación que plantea. Quien no lo haya leído siempre está a tiempo y aseguramos que quedará conmovido. En abril se cumplirán 32 años de su muerte. A 65 años de la edición de Misteriosa Buenos Aires, ese vuelo narrativo sobre el pasado mítico de la Ciudad, le rendimos un homenaje a este escritor.
“Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica”. El Hombrecito del Azulejo, Misteriosa Buenos Aires, Manuel Mujica Láinez, 1950
El azulejito de Manuel Mujica Lainez.
Manuel Mujica Lainez está muriéndose un 21 de abril de 1984, apenas entrada la madrugada, dentro de una espléndida mansión construida a principios del siglo XX en el faldeo de Cruz Chica, Córdoba, en los brazos de su nieta. A su izquierda, bajo una luz somnolienta, el espejo del armario le devuelve un rostro cadavérico, cansado, cubierto por las sábanas de fantasmas imaginados y deseados, como el jorobado Duque de Orsini que lo llama a internarse en la boca fantasmagórica de “Il Parco dei Monstri”. Por la ventana del dormitorio había estado observando la tarde anterior, tristemente, las copas de damascos y ciruelos que ya no volvería a comer; con los ojos entreabiertos recibió, sin anhelo alguno, los últimos rayos de un sol cetrino y hermoso que bajaba desde las sierras cordobesas. Esa fue su fronteriza mirada a la luz natural del mundo. Dentro de poco se subiría a la balanza de la justicia igualadora.
Y resultará que su corazón todavía cálido pero inerte será más pesado que la pluma y no tendrá consuelo. Ni el hada Melusina, arcángeles del infra o supra mundo, íncubos y súcubos, podrán hacerlo pasar a la inmortalidad; deberá quedarse atrapado en alguna forma de existencia terrena. Pues todas esas criaturas iridiscentes o terribles de sus libros que podrían descender en su auxilio, ungidas por su exquisita, extravagante y perfecta imaginación, han vivido lejos de la nube mitológica, plebeya, polvorosa, de una argentina en estado de parto atroz que él ignoró o despreció, por dolor, por miedo, por pereza, pero en la cual sin embargo muere, y aposenta su última bandera; tal vez sin odio porque le ha sido permitido vivir de acuerdo a los sueños de su estirpe. No podrán ampararlo ahora sus mitos europeos o egipcios sobre la trascendencia. Lo presiente; no puede arrojar plomo de su cuerpo abrumado por faenas y pensamientos aristocráticos. Pretendió ser ingrávido y termina abrazado más que ninguno a los placeres terrenales. Más le vale, intuye, despedirse con todo lo que llegó a ser, resignadamente.
Madame La Mort hace rato se encuentra esperando la hora final en las puertas de “El Paraíso”, en la espléndida mansión cordobesa de sus sueños terrenales. Sorprende la enamorada adherencia al colonial español, arcos y tejas, con siete chimeneas para sobrellevar el frío invierno faldeño, y un aspecto general de reclusión monacal-sibarita contrastando con bustos de ilustres romanos alineados por los balcones. España en la médula, Italia en los adornos, y Francia en el espíritu. Los pliegos y mantillas armoniosos de las letras castellanas combinándose con la mirada inspiradora de los renacentistas italianos.
Ella, La Mort, no tiene prisa: cruza su capa negra sobre la huesuda rodilla sentada en el recibidor de mayólicas; mira las manecillas de un reloj de bolsillo pero todavía faltan algunos minutos. Ha colgado su guadaña en la bella orfebrería de bronce de Adán y Eva que franquean al visitante y cuando la empuñe tendrá, sin dudar, la precisión de un corte instantáneo contra la víctima desfalleciente marcada por las hojas del abismo. Ella no se equivocará esta vez, él es el primero en advertirlo; la funebrera no se dejará burlar por ninguna maniobra distractora. Será a la hora y en la hora, al minuto y en el minuto.
Madame La Mort reposa ciertamente aburrida pero circunspecta en las puertas del paraíso de bronce a la espera de su deleitado momento. Ni el divino busto del Dante que luce en lo alto de la casa, ni la espada flamígera del Aquiles traído del Palacio de Versalles que se levanta en la entrada principal, podrán acudir en ayuda del viejo caído en su hora más aciaga, como el hombrecito del azulejo lo hizo hace tantos años en Misteriosa Buenos Aires cuando saltó de su prisión y corrió hacia aquel niño moribundo, salvando a su pequeño amigo de la terrible señora gracias a un ingenioso rescate que acabaría con su pétrea vida.
Son las reales vísperas. Ya no es un cuento. O es una realidad que, como una matriuska, está dentro de otra y de otra. La experta en platos franceses de la casa ha recibido órdenes de Ana de Alvear, su esposa, de no cocinar nada especial. El escritor cenará sólo en su dormitorio, arriba. Su familia lo hará abajo en una noche cargada de abatimiento silencioso. Durante la semana se ha enviado un pedido a la iglesia de La Cumbre por una misa de pronta recuperación del enfermo, pero por si acaso también se ha traído a la mesa de luz de caoba negra del demacrado agonizante algunos amuletos paganos, como el místico anillo engarzado con el escarabajo de lapislázuli. La anciana tía cortó por la mañana dalias amarillas, rojas y violáceas y las colocó en la biblioteca. Los jardineros por la tarde se han alejado temerosamente de las ventanas y reposan la barbilla sobre sus instrumentos. La casa permanece muda, suspendida en el vaho de una mínima respiración. Nadie se atreve al menor ruido sobre las tablas de la escalera por donde se accede al dormitorio, también de madera. El amado galgo inglés, de hocico puntiagudo igual que el justiciero Anubis, se ha ido antes que él dejando un crujiente vacío; descansa enterrado en el parque de abajo. Una rústica lápida esculpida por el amo con su nombre lo distingue al lado del almendro. Madame La Mort ha venido rondando desde el crepúsculo entre plantas y árboles, y ahora se ha sentado en el recibidor detrás de la intrincada orfebrería de Adán y Eva, en la puerta de “El Paraíso”.
Es la noche culminante. Manuel Mujica Lainez le pide un poco de agua a su joven nieta quien lo acompaña desde la cabecera de la cama haciéndole masajes en las manos. Se incorpora apenas del lecho, y se acuerda súbitamente que el azulejo de su famoso y más inspirado cuento en realidad se encuentra en el recibidor de la casa, abajo, encastrado en la pared, a un costado de la puerta, en el lugar donde La Muerte se ha sentado a esperar. Reconoce y recuerda que no era verdad que ese azulejo inspirador se hallaba en la Parroquia de San Miguel en Buenos Aires, allá por 1875, como lo escribió en su libro de cuentos, sino en este auténtico paraje de recóndito verde cordobés. Se había puesto allí porque al desempacar las mayólicas para engarzarlas en la construcción del recibidor de la casa se observó que no concordaba con ellas. Era una extraña anomalía entre todas, un mensaje difícil de descifrar más allá del raro error. Esa cerámica francesa llegada junto a las otras, geométricas españolas, que tenía rasgos simples, bellos, figurativos, más sugerentes y vivaces al ojo humano no podía ser descartada así nomás. Entonces alguien decidió ponerla al lado de la entrada. Y allí quedó desde que vivió en esta mansión cordobesa, chiquita, solitaria.
Mientras se dirige al baño contiguo ayudado por su nieta sonríe cuando piensa que ese azulejito donde hay un hombre simpático, ágil y reservado, que encontró sentido e identidad en su cuento, que está allá abajo, en el recibidor, tal vez pudiera esta madrugada cerrada saltar de su rígida y fría clausura azul y batirse por él con ese machete o rifle, o bastón de mando (no se distingue bien) que lleva cruzado sobre su hombro derecho, devolviéndole a su creador literario los servicios que lo inmortalizaron, a él, que había escrito una montaña de trabajosas páginas fantásticas. Salvarlo en esta hora bárbara. Aletargado por la morfina ahora sus pasos son muy lentos y la sensación de profunda soledad comienza a ser tremenda. Piensa: “¿Por qué no buscar refugio en el azulejito, saltar fuera de la muerte, para que esta mujer negra que ya llega no me alcance? Y llegar a ser algo más que una estatua, un pequeño inmortal, un frágil semidiós de cerámica”. Vuelve a la cama, pálido, amarillento, y se tiende a esperar.
Lainez no tendrá una muerte elegante, la de su amada Francia de la niñez, sino bien argentina, clamorosa de dolores. Y además podrá probar sin atenuantes su carácter universal, indiferenciado; la inutilidad de la bella fonética gangosa cuando sea convocado. Siente cierto dolor de ingratitud porque ese hombrecito azul al que quiso tanto, y nos engañó a todos, no brincará esta madrugada de su aprisionado cuadrado y tampoco hablará ni bailará dulcemente frente a ella en el aljibe, al lado de la cama, para demorar la hora del juicio.
La Muerte, como se ha dicho, aguarda sentada en el recibidor. Levanta la mirada y es grande su asombro cuando observa por encima de las mayólicas, un verdadero caleidoscopio hipnótico, la real cerámica del hombrecito del azulejo, encastrada, intacta, palpable, pese a que ella la había partido en dos en el cuento, y arrojado vengativamente al fondo del aljibe de la vieja casa de Buenos Aires. Ese cuento también había llegado a sus oídos porque a La Muerte, vanidosa, no se le escapa nada cuando en algún lado, también por los recovecos de alguna página, se menta de ella. En aquellas líneas había sido vencida y quebrada su misión de llevarse al niño que había bautizado al arlequín pétreo como “Martinito”. Desde entonces sellaron una inalterable amistad de juegos. No sabemos cuánto vivió después el niño salvado que al nombrar a su duende le insufló el movimiento.
-¡Tú no me engañaste! – dice, con desprecio y serena rabia La Muerte a la cerámica-. ¡Sólo quienes leen cuentos creen que lo has hecho!
El hombrecito siguió inmóvil, como hace más de cien años desde que se fabricó en Francia, aunque un tintineo metafísico, ese frente de marcha vigilante diseñado por un ceramista desconocido, pareció palpitar. ¿Hay acaso, se puede observar, un estremecimiento imperceptible, lleno de pavor, en su cabecita de pluma gótica cuando La Muerte le habla de verdad? ¿Acometería Martinito otra vez un burdo intento para distraerla, y lograr que siga de largo el minuto ya establecido de la decapitación del viejo amigo? No podía responderle, pues él perteneció al mundo de un niño agradecido y tierno de otro tiempo inexistente. La Muerte tampoco espera respuesta del arlequín, mira hacia la calle; reafirma así su suprema incomprensión de los niños y de los escritores.
-¡Aquel niño de Buenos Aires nunca existió y tú nunca saliste de ese pobre cuadradito, ni bailaste en el brocal del aljibe, ni me hablaste en francés! –continuó, levantando lentamente su esquelético dedo índice hacia la cerámica, casi rozándola-.
El hombrecito siguió ausente al reproche.
-¡Sólo las páginas insensatas de quien pronto llevaré te pusieron en ese lugar! ¡No eres nada, sólo un pedazo de cosa azul pegado a una pared! –elevó su inaudible voz desdeñosamente-. Se reparaba en ella cierta inquietud por haber quedado tan zonza ante miles de niños y adolescentes lectores.
Entonces, volvió a mirar su reloj y retomó la guadaña introduciéndose de pronto a la casa. Recorrió muy liviana el salón principal encima de los baldosines negros, eludiendo los blancos, como un alfil de ébano en esa casa en la que se habían paseado personajes patricios de la Argentina. Observó las manos y brazos de madera que colgaban de la pared recogidas por el escritor de sus viajes por el mundo; parecían haberse sesgado de muertes por descuartizamiento que no pudo identificar en su inventario, y siguió adelante. Atravesó con su rostro indescifrable las máscaras carnavalescas utilizadas para fiestas orgiásticas que colgaban por allí y por acá, pero esas banalidades tampoco la atrajeron. Y continuó. Pues sabe bien que detrás de las farsas y teatros de emperador siempre habita la débil carne sustancial, la materia de su trabajo. Esquiva todo ese escenario global civilizatorio suspendido de las paredes, alojados por todos los rincones, mesas y anaqueles ante el cual los huéspedes se quedaban pasmados y rendidos de admiración: objetos, símbolos y señales de poder o sacrificio, de caprichosa selección, de épocas y culturas diversas; escudos, vestimentas, lanzas, platos, bustos, cuadros y fotos de ilustre prosapia familiar; escritorios de una patria idealizada; miles de libros, cartas y mapas incunables. Como si hubiera buscado amalgamar el mundo y el árbol familiar en una sola casa, su torre de marfil.
Es un reino de objetos bellos, inconexos, insólitos, cargados con su imaginación, fieles en el tiempo; un pálido reflejo de la permanencia frente al mundo voraz que se precipita afuera. Un reino que alberga a las personas pero las repele por cambiantes, por dejarse penetrar por pensamientos traidores y acechantes. Sólo los objetos inmóviles, o algunos animales, se entronizan aquí porque conservan el hado de la constancia y la lealtad al dueño, lo cual debiera ser una lección para sus amigos que lo circundan, adulan, aman o repudian sigilosamente. Pero para La Muerte no hay otro propósito ahora en este fútil reino que alimentar su único deseo, la vanidad: acercarse a lo que terminará cayendo en ella como en un embudo gigantesco. Tal vez el escritor está descubriendo en este preciso momento, arriba, en su lecho, que el objeto verdaderamente valioso de la casa, más allá de estatuillas, jarrones y papeles, condecoraciones y anillos, muñecos para espantar a sus nietos, fotos de su viaje trasatlántico en Zeppelín, tinteros de plata y jaculatorias diversas, por el que jugó tal vez toda su historia, es el hombrecito del azulejo, la impoluta, pequeña cerámica del recibidor frente al inmenso jardín de la entrada.
Entonces La Muerte, luego de este breve paseo por la planta baja que no le dice nada ni la conmueve, emprende las escaleras dirigiéndose al dormitorio. No tiene más tiempo. Las luces están apagadas pero ella sigue viendo a través de las sombras. La nieta le mantiene las manos a su abuelo en la oscuridad. Nota que la agitación de sus pulmones ha cesado. Cree que duerme, pero su mente, en cambio, sin que ella lo detecte, subsiste con lucidez plena. La esposa se ha ido a descansar lejos, como todas las noches matrimoniales desde hace años. Se ha abatido el más absoluto silencio en las sierras; el fresco otoñal se acomoda por las chimeneas. El viejo percibe que algo se aproxima y llega hasta el borde de su lecho pero no se retuerce ni resiste como antes. Son cerca de las dos de la madrugada. La nieta tiene apoyado parte del hombro en el respaldo de la cama de hierro; vigila, nada advierte; dormita y todavía podría soñar con príncipes. El hombre, boca arriba y los ojos cerrados, permanece estático como la estrategia de un animal cuando su depredador inmensamente superior lo ha olfateado; concibe que no escapar es la única posibilidad de vivir.
Vapuleado por el cansancio comienza a pensar confusamente en el azulejito. Imagina que podría levantarse antes del momento final, sin saber cuál será, y pedirle paso a La Muerte investido de su inseparable monóculo, bastón y capa, reverente, quien sorprendida una vez más, se apartaría. Ella tal vez lo dejaría pasar porque nunca se mata en el minuto previo al destino. Así que le permitiría, -anhela-, bajar las escaleras y abrir la puerta cancel del recibidor. Lainez se pararía frente a la juguetona figura y mientras rozara sus trémulas manos por la cerámica murmuraría, acercando los labios al húmedo relieve: “¡Martinito…Martinito”! para despertar al niño que tal vez allí se encuentre encerrado. El niño salvador, pétreo y dinámico, de su propia creación fantástica.
Desearía raspar con las uñas ese relieve azul y hacerlo bailotear frente a La Muerte para que él siga viviendo como el niño que fue, pero la fuerza de su aura está muy agotada. La Muerte espera pacientemente: sabe que los viejos pueden salvar a los niños, pero los niños salvan a los viejos sólo cuando han logrado mantener la presencia de su infancia en el alma. No es el caso. Ella ya percibe el devenir desesperado, la inútil intención, una vez más, de los frágiles filamentos de la imaginación del escritor para desviar el curso de las cosas, y lo hace suyo sin distraerse. Manuel Mujica Lainez muere en su cama, pero el azulejito, abajo, inesperadamente absorbe su último fecundo suspiro. Y revive. Ha volado hacia él sorteando la capa de la muerte. ¡¿Cómo ha sido posible la repetición de este peculiar engaño?!
Si Usted, viajero, entra alguna vez a esta mansión cordobesa sentirá que entre tantos objetos virtuosos y carísimos el hombrecito del azulejo es el más simple, vivaz, infantil y vibrante de todos ellos; casi desentona.
por que martinito abandona el azulejo
Hola Valentín!. Este cuento, paráfrasis del cuento de Mujica Láinez, tiene dos momentos. Uno es la referencia al mismo cuento de Láinez, donde el duende, el hombrecito del azulejo (bautizado como “Martinito” por el nene) sale de su función pétrea y estática para “demorar” y “distraer” a la Muerte que viene a buscar a su amiguito, ese nene enfermo, y lo salva. El otro es el momento de la Muerte del propio Mujica Láinez en las sierras cordobesas donde está alojado el azulejito real inspirador de su cuento. Las circunstancias que rodean la noche de la Muerte del propio escritor son muy reales en mi escrito (así sucedieron aproximadamente según sus biógrafos). Pero la licencia literaria presume que “Martinito”, el duende del azulejo, ha “volado” otra vez hacia su propio escritor en el último suspiro salvándolo de alguna manera de la Muerte, plasmándose en él para siempre su propia vida. Lainez se volvería eterno en el azulejito como su propia creación literaria.
Me llenó el alma, gracias