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El frigorífico CAP La Negra de Avellaneda

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Una historia de vida mezclada con la industria frigorífica de la carne en la Argentina.

frigorifico CAP
Foto año 1932 del Frigorífico Cía. Sansinena SA – La Negra, en Avellaneda. Archivo Diario La Nación.

La Matanza de vacas: algunos recuerdos de adolescencia.

 

Allí, en ese lugar marcado por un círculo rojo, donde termina la rampa que se inserta en el tercer piso del gran edificio del Frigorífico Cía. Sansinena SA –más conocido por su marca comercial La Negra, de la localidad de Avellaneda-, comencé a trabajar en el año 1975 a los 19 años de edad. Desde sus orígenes en el año 1885 como fábrica de grasas, de capitales franceses, la Cía. Sansinena de Carnes – Frigorífico La Negra, ya en 1934 se había convertido en la famosa Corporación Argentina de Productores de Carne (CAP-La Negra) hasta que le llegó su liquidación en 1976 y posterior demolición una década después. Esa parte del edificio de la rampa y el tercer piso que se observa en esta vieja foto del año 1932, permaneció inalterable. Y en el inmenso predio que quedó, cuando sus galpones, talleres, oficinas y máquinas fueron destruidos o desmontados se construyó ahora un supermercado. Por ello también esta nota se trata de una adversa parábola que va de la producción de los duros frutos de la tierra a los etéreos y llamativos frutos del intercambio comercial; de los ruidos de las cadenas industriales con las carnes argentinas, aunque expoliadas, a las góndolas vistosas sin valor agregado, que se llenaron de latas, frascos y cartones importados. Eso es lo que sufrimos desde 1976.

Aquel momento del fin de mi adolescencia -meses previos al intento de copamiento del Arsenal Viejobueno en Monte Chingolo, y del golpe que consolidaría una dictadura cívico-militar sangrienta en el país-, era mi primer día de trabajo en esta fábrica de un país de larga historia saladeril y ganadera que todavía mostraba cadenas de producción fordistas de principios de siglo XX. Se dice que La CAP de Avellaneda llegó a tener cinco mil obreros, y en aquel entonces tendría unos mil quinientos. La juventud no me permitía vislumbrar la importancia del lugar donde estaba parado, en esa rampa de cemento: la estremecedora última etapa de la vida de una vaca y al mismo tiempo el comienzo turbulento de un proceso económico de mercado dentro de la división internacional de trabajo que presionaba a la Argentina. Todo individuo, en el capitalismo, hace un trabajo concreto, visible, como el carpintero fabrica una mesa, y queda sumergido al unísono dentro de una maquinaria abstracta generadora de un valor que se vuela de sus manos, su mente y sus músculos, para reposar activamente en manos de otros, y ser consumido por otros, invisible y complejamente. Yo vivía por primera vez la acción de mi ser individual de manera abrumadora, y quedaba atrapado, fuera de mi voluntad, sin comprenderlo, en esa relación social económica del mundo del trabajo.

“For Export” de la Argentina

Es bastante sabido que a nuestro país se le había asignado desde mucho tiempo antes la producción de carnes y cereales dentro del contexto del mercado mundial. Por contraparte debía adaptarse a ser un consumidor pasivo de productos manufacturados del exterior. Se lo quiso diseñar para ser una Nación con escasa o nula industria propia, el granero y la góndola de oferta, cuando somos en cambio un territorio con gran diversidad de riquezas naturales para transformar y fabricar. Nos impusieron esta fórmula repetida de coloniaje y sometimiento interminable, un intercambio mundial asimétrico y dependiente en generación de divisas, deudas, tecnologías. Allí,  huérfano reciente y perito mercantil solanense recibido, de cara a la Avenida Pavón, y frente a los corrales donde el ganado solía tener un día y medio de descanso antes de ser subido lentamente por la rampa para que sus músculos no se endurecieran, me colocaron en aquel cubículo marcado en rojo para recibir a los animales con esa mirada típica que acarreaban, triste, inocente, zonza de animalidad de vaca pura, “for export” de la Argentina (parafraseando a Alfredo Zitarrosa en su Guitarra Negra).

Modelo de un cajón noqueador

La vaca subía confiada hasta un cierto punto del comienzo de la rampa, arriada desde atrás por el resero a caballo; no ha comido durante horas para que quede su estómago limpio; no se la ha dejado deambular para que no pierda peso; pero ha tomado toda el agua necesaria.  Al final del recorrido el cuadrúpedo ya intuye cierto peligro, escucha los mugidos de sus compañeras de destino, los ruidos mecánicos de adelante, e intenta retroceder, pero las que vienen detrás, apretujadas, en fila de a una, no lo permiten. Ahí se aceleran los corazones, de la vaca y de los obreros. Es un momento culminante. Se originaba un pequeño caos controlado en el que yo debía jugar un papel decisivo de despachador principiante, a pasos de la sala de crucifixión animal. Con una vara eléctrica estaba obligado a aplicar una mínima descarga en la cola de la temblorosa res, evitando un desborde de pánico, la suficiente para que salga disparada hacia adelante y hacerla caer en la trampa definitiva del matarife donde quedaba inmovilizada. Un toque vibrante donde nace el rabo, realizado sin arte alguno, mecánico. Debía caer un animal tras otro, de la forma más plácida e ingenua posible. La cadena de producción manda sobre la voluntad del hombre, ésa es la clave del fordismo. Yo sufría cada vez que se cerraba la puerta de guillotina y a la vaca le quedaban pocos segundos más de conciencia. Se abría y se taponaba el volquete noqueador a cada rato. A veces sólo me quedaba estrujar los ojos con furor, y presentir a través de la piel y del oído esa tremenda mole de más de cuatrocientos kilos moverse, patear, mugir, golpear, resistirse apenas, y caer en un cajón metálico de noqueo con puerta basculante abajo, desde donde quedaba enganchada por las patas. Observar su cabecita tonta pero tan bella, colorida de rojo, negro, blanco, o marrón, ya entregada para recibir el mazazo entre los ojos sin piedad alguna. La caída en la trampa de la “res” (“cosa” en latín), con la indiferencia, pero dedicación absoluta de mis compañeros. Una cosa (no cualquier “cosa”, algo esencial) que jamás alcanzará a ser para sí, sino sólo para otros, y se manifestaba ante nosotros en ese momento final, más allá de un puro materialismo económico.[1]

El espíritu general de ese lugar lo convierte a uno en una pieza más, sin pensar en el padecimiento. Es lo que debe hacerse, sin vueltas, aquí no hay poesía. Tal vez se trate de un relato dramático relacionado con los mitos de un país. O versos escritos sobre la sangre, el cuero, los mugidos, la soledad y las injusticias que desde aun antes de Martín Fierro nos viene de tiempos inmemoriales a los argentinos. Una peculiar Historia que una oligarquía vacuna nos robó y escondió, e imprimió a través de una educación de limitados pareceres. “Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”, decía Atahualpa Yupanqui. Desde el permiso exclusivo virreinal para realizar vaquerías, establecer corrales, y junto con la valorización de la tierra a partir del alambrado, el ganado vacuno pasó por un largo proceso de alienación atado al propio y complejo proceso de la historia argentina. Pero volvamos al cajón noqueador. Llegué a ver esos mazazos con martillo a brazo sostenido del matarife, algunos imprecisos y no siempre efectivos. O con pistola de punzón neumático, fulminantes. Nunca entendí por qué se usaba uno u otro método. Me pareció escuchar que los capataces discutían un tema de costos. La vaca quedaba aturdida e inerme en un segundo cuando el golpe era efectivo -de lo contrario se sucedían momentos inenarrables para mi alma de estudiante apenas barbudo si quedaba herida y consciente-, y así lista iniciaba el ascenso a los cielos de la cadena de faena. Allí iba colgada de las patas, a la ronda, la que supo ser una bestia enorme en el campo o los rediles, la cabeza apenas sostenida por un músculo, y el cuero, y la media res, y las vísceras y los últimos colgajos, y el resto de sus partes, todavía desprendiendo el pavoroso humito de su calor, o algún sacudón muscular reflejo, la lengua afuera, los ojos opacados.  Un dolor raro, nostálgico, quedaba al final de la jornada cuando todos los sonidos y gritos se silenciaban. 

media res frigorífico

 

En esta foto del Archivo Diario La Nación (circa década del 40, Cap-Avellaneda): obsérvese los obreros que calzan una especie de zapatos, probablemente de cuero, con lengüetas, uno con mameluco de tela blanca ensangrentado, y otro con un delantal de goma que lo cubre desde la cintura. A la izquierda, un balde de latón con ganchos bajados de la rondana. El tercero, al fondo, parece estar con el control de movimientos de la cadena en la mano. Todos posan para la cámara orgullosa y seriamente. El animal ya ha sido eviscerado, cortado al medio, y está en proceso de lavado y otros cortes. O listo para despacho.

 

Recordaba a mi padre que había trabajado en el Sector Almacenes, un maestro de la contabilidad manual con calculadoras a manivelas y una letra gótica que le venía de su época del Seminario Católico de González Chávez. Pero antes había estado en el Frigorífico Swift y Armour de Berisso. De aquello contaba que cuando el Gobierno de Perón -apenas tendría 20 años-, le aseguró las botas para cubrirse de la sangre, la grasa y el frío, abrazó al peronismo desde siempre: lo simple, pero en el momento decisivo, es además trascendente. Al tiempo, ya en Avellaneda, lo ascendieron a Jefe de Limpieza. Debía recorrer y revisar las mesas de despostada, y otras dependencias, con mucho personal a cargo. Hasta que llegó una misión internacional de inspección sanitaria, rasgaron con sus uñas las tablas de madera por arriba y por abajo, hendidas por tantos golpes y cuchillazos, y descubrieron que estaban sucias. Mi papá fue echado con pena y sin ninguna gloria porque se perdían suculentos contratos con clientes extranjeros. Él nunca descartó la fullería de alguno que deseaba su puesto. Más tarde vinieron las asépticas mesadas de acero inoxidable. En su triste despido después de casi veinte años de trabajo comenzó a desbarrancar la salud. 

Alguna vez anduvo de visita por acá el Duque de Windsor (1925), quien resultó un personaje difícil para el Reino por su admiración hacia Hitler; tal era el grado de dependencia y mutua necesidad de Argentina con Inglaterra.  Pero también había estado un año antes (1924) el Príncipe Heredero del Reino de Italia Humberto de Saboya hasta que aquel país se convirtió definitivamente en República luego de la guerra, y el aspirante tuvo que exiliarse.  Ambos fueron recibidos por el presidente Don Hipólito Yrigoyen. Habían venido a inspeccionar y reforzar, diplomáticamente, la fuente de sus recursos cárnicos. El llamado Peludo maniobraba sobre los resquicios y demandas de la llamada clase de la “vaca atada” [2] y sus socios europeos.

Lo cierto es que en el momento más “moderno” de la fábrica se exportaba muchas cajas de carne kosher, congelada, desangrada, salada, especialmente el pecho del animal, para Israel y Europa. Sobre el Riachuelo se amarraban las barcazas en un puerto de bajo calado que reembarcaban hacia los grandes barcos frigoríficos de alta mar anclados en los diques mayores de Buenos Aires. Al final esta salida a través del Riachuelo se dejó de usar y fue reemplazada por el transporte terrestre. El viejo Puente Pueyrredón, que todavía se mantiene, se elevaba varias veces al día ante el paso de cuatro lanchas propiedad del frigorífico.  También estuve cargando los camiones refrigerados con esas cajas, pero mi estatura y contextura me impedían llegar a las filas más altas, y mis compañeros abominaron de mí, por suerte.

El puerto con barcazas sobre el Riachuelo, parte posterior del Frigorífico Cap. La Negra.

En ese lugar del comienzo del proceso de faena estuve sólo unos tres o cuatro días. Fue mi bautismo como obrero de la carne.  Tal vez algún Jefe de Personal (Mugni), con alguna cuita pendiente con mi viejo, o para probarme, me mandó a aquel Matadero. Pero hoy íntimamente se lo agradezco porque cuando vuelvo a leer El Matadero de Esteban Echeverría (1838) puedo entender mejor el curso de la historia argentina.

De aquel cubículo rojo me enviaron a la playa de matanzas y desuello donde la muerte seguía su laborioso destino. Mi nueva tarea consistía en arrojar agua caliente con una manguera de alta presión al borde de las botas de los rabinos, o de los degolladores criollos, según el caso, que acuchillaban a los animales con distintas formas. Y en general, a toda el área de sacrificios. Ambos matadores, cuando el cogote del vacuno quedaba apoyado en el piso a la altura justa, colgado de las patas, practicaban la incisión, indubitablemente.  Era impresionante ver esa seguridad, los movimientos deliberados, rápidos, rigurosos. Los rabinos siempre lo hacían después de un rezo con un sable corto elevado a la altura de la boca en un gesto similar al del sacerdote cuando levanta el cáliz, con el animal consciente y aproximándose sin que los vea. Limpiaban la sangre del acero con agua, afilaban su instrumento cada tanto. Los criollos ejecutaban el corte con un cuchillo afilado y la bestia previamente adormecida en el cajón noqueador.

Comencé a pensar mucho después aquello del concepto de la impureza o suciedad de la sangre de la bestia para algunas religiones. Algo que en El Matadero de Echeverría reverbera a cada rato entre sus letras, soterradamente, sin explayarse en fundamentos místicos. El criollo de campo -lo he presenciado-, llanura y desierto, chacra o estancia, ascendencia hispánica, suele matar la vaca para su comida de una puñalada en el corazón, y acostumbra a recoger la sangre en un recipiente para elaborar morcillas, por ejemplo; es vida, útil, que se apaga a borbotones por ese agujero fatídico y no puede ser desperdiciada. El rabino en cambio la degüella hasta desangrarla y abandona su obra con cierto desdén. Así lo sentía yo. Entonces, si por descuido, en el movimiento continuo, les arrojaba el chorro de agua encima de las botas me lanzaban una mirada de soslayo nada amigable. Sería por el agua caliente, la concentración mental, no sé. El asunto era que yo debía evitar la coagulación de los ríos de sangre que se iban por los entramados de hierro y canaletas del piso.

Eran horas intensas, desgastantes, de máxima unción laboral, cada instante era supremo e irrepetible, aun en su cruz repetitiva. Duraba media jornada de trabajo, desde las cinco a las diez u once de la mañana. El movimiento de la cadena total terminaba a las dos de la tarde, o más. Al animal ofrecido a los rabinos se lo alzaba vivo de las patas, antes del degüello. Eso era muy peligroso. Si se desprendía y caía a la playa podía matar a cualquiera en una loca carrera por su salvación. La caída de la media res de su gancho también había producido más de un aplastamiento de quien estaba por debajo.  Yo estaba avisado que se podría producir.  Y una vez ocurrió.  Arrojé la manguera al voleo que empezó a bailotear como una cobra y a mojar por todos lados con su chorro de agua caliente, y corrí en un salto a guarecerme en los parapetos de hierro de la playa.  La vaca dio varios corcovos desesperados, enfurecida. Toda la noria de producción se detuvo. Ella encontró un camino de salida, los demás se corrieron adonde pudieron, hubo alguna algarabía, y me dijeron que los expertos la enlazaron y la atraparon más allá. Siempre me quedó la ilusión de alguna amnistía, una mínima prolongación de alguna bocanada de aire sobre el planeta de aquel vertebrado de las pampas. Luego pasé a la Sección Salchichas, y más tarde a Liquidación de sueldos y jornales. Hasta que me fui, después de un año y medio. 

 

El Matadero en la historia argentina. Sangre, carnes, tripas, saladeros y cuchillos.

Acuarela, 1830, Pellegrini Charles Henri, El Matadero de Buenos Aires. Museo Histórico Nacional.

La nota de Jorge Márquez de la semana pasada en esta misma página (“Mataderos, portales y achuras para los pobres”, en Quilmes) fue un disparador para continuar esta temática. Podemos decir que nuestra localidad  tuvo tres etapas relacionadas con la ganadería: el saladero, del cual Las Higueritas de Rosas en Monte Chingolo fue su primer y efímero caso, la producción semi industrial, con matanza, desuello y repartición del animal y achuras para el mercado local en el Matadero Municipal, durante el siglo XIX, y la típica y conocida del frigorífico industrial  ya en el siglo XX como son los casos del ex Frigorífico Penta (Pasco) y El Federal (La Paz), y alguna curtiembre, entre otros.[3]

En El Matadero, Esteban Echeverría, considerado el primer cuento rioplatense, notorio unitario anti rosista, identificaba a la multitud que se congregaba alrededor de las faenas como un grupo cruel, ignorante, habilidoso únicamente con el cuchillo, entusiasmado por el hecho de sangre de la matanza, y describía lo que para él eran los negros alborotadores y repugnantes, u otras clases bajas, merodeando por mondongo, mollejas y tripas sueltas para comer. Todo Matadero siempre convocó a los hambrientos de los bordes de las ciudades, buscando los deshechos. La sangre del Matadero era para aquel escritor el símbolo de la sangre rosista asesina en las calles, el país pastoril, ganadero, brutal y atrasado. Algunos han remarcado que el autor del Dogma Socialista anticipa lo obtuso y pequeño de la visión de “Civilización y Barbarie” de Sarmiento y son ambos una misma línea histórica en este asunto de las vacas, la sangre y sus vísceras, las falsas y mentirosas dicotomías del pasado. También, Bernardino Rivadavia (1826) había prohibido el uso público del cuchillo, el único instrumento del faenado y del gaucho, fundamentado en cuestiones de seguridad, pero en realidad apuntaba al ser íntimo de las clases más populares de provincia.

Hoy un Echeverría sería algo así como el pensamiento “débil” y “piadoso” de los veganos contra el pensamiento “fuerte” y “placentero” de los amantes del asado completo, entre los que me encuentro. Como todo Matadero se ubicaba en los bordes próximos de las ciudades el traslado de las carnes y vísceras debía ser rápido por ausencia de refrigeración. Era una labor del día, y cuando éstas crecían demográficamente se fueron convirtiendo en un problema sanitario. Del otro lado de la mesa bien dispuesta estaba aquella multitud que no participaba del proceso de faenas en forma directa. Y se entiende que surgía la incomodidad del abogado de moño, el funcionario medio o alto, las niñas de vestidos largos blancos, pulcros y acreditados de la ciudad, de la cual Rivadavia se hacía eco.  Pero nuestro país real, por su extensión, favoreció desde los tiempos coloniales el ganado vacuno, primero cimarrón y luego aquerenciado y, por supuesto, los cultivos, y estas lides que comenzaron a cielo abierto y terminaron en grandes edificios de producción y cámaras frigoríficas a partir de 1880.  Está en nuestra matriz fundacional. Nuestras primeras exportaciones, todavía en periodo colonial, fueron de tasajo (carne salada) para alimentar a los negros esclavos en el Caribe y Brasil. Por ello, la capacidad legendaria para el cuchillo del gaucho y del estanciero fue indómita e inescindible de su ser. Su portación no correspondía tanto a su indumentaria diaria o atavío, sino una relación de otro orden, que venía de las vaquerías y el frigorífico, la pampa, la tierra y el desierto.[4] El hombre, su cuchillo y el vacuno, eran uno para el otro, como el galopar. Ya se ha dicho que pensar de otra manera sería pensar con una cabeza de otro lugar, otro país inexistente. Luego vinieron los señores de las finanzas y de la guerra a construir los frigoríficos de exportación, dejándonos a nosotros una parte para el consumo interno, sobre todo los cortes más baratos. Se aniquiló al gaucho y su cultura respecto al ganado y al campo.Y nos quedamos como una factoría primaria para el mundo.

Comprendí entonces que yo vengo también de esas playas de sangre que proveyeron alimentos a una parte del mundo “desarrollado” y a nuestra Nación. Y de ese emblemático Portal de Frigorífico La Negra que todavía se conserva, bajo el cual pasé tantas veces, y antes mi padre, miles de argentinos, altar y crucifixión de la Patria al mismo tiempo, un “arco de triunfo” de más de setenta años, de trabajo y sacrificios.

A la izquierda se tiene una nueva vista de la rampa de subida de los animales. Debajo de la rampa se encuentra la Oficina de Almacenes. A la derecha, el tarjetero para marcar entradas y salidas del personal, la enfermería por un lado y la oficina de personal por el otro, y más allá la entrada al edificio de Control de Tiempos, Liquidación de sueldos y jornales y Jubilaciones. Más al frente, a la derecha, estaba el Despacho de Carne para el personal, que aquí no se visualiza.


¿Qué era Cap-La Negra? Entre la espinaca de Popeye y el concentrado de carne

La CAP era una entidad privada que tuvo en su origen (1934) unos trescientos cincuenta mil productores ganaderos, una masa de adherentes importante, de todos los niveles de capacidad, y se proponía actuar como una empresa testigo de precios ante los monopolios ingleses y norteamericanos, mediante un accionar cuasi cooperativo[5] que, pese a todo, enfrentó la vieja imposibilidad que establecía el Pacto Roca-Runciman del año anterior (1933) de no habilitar frigoríficos de capitales nacionales, y de no vender carnes al exterior a precios mayores que otros proveedores mundiales [6], aunque de todas maneras quedó atrapado en las cadenas de cuotas de exportación y regulación internacional del precio de la carne, en desmedro de los intereses del mercado interno. No era una empresa estatal. No era una Sociedad Anónima. No era una Cooperativa. Era un sujeto jurídico inescrutable, y una empresa de faena práctica, muy difícil de encasillar, que buscaba sortear diversos obstáculos externos e internos. No sólo producía carnes y sus derivados, sino una amplia gama de artículos, pensados para la cocina del mercado interno, como tomates, hortalizas, verduras, etc., a los cuales les ponía su marca comercial.

El “Corned Beef”, carne previamente cocinada y enlatada, típico producto de exportación para Europa (Inglaterra) y EEUU, que alcanzó su auge después de la primera y la segunda guerra.

Llegó a tener ocho frigoríficos en distintos puntos del país. El más importante fue el de Cuatreros (hoy General Cerri), en las afueras de Bahía Blanca. Su peculiar naturaleza ha sido descripta por José María Saccomanno, en un trabajo único muy informativo.[7] Había uno en Tierra del Fuego (Río Grande), donde mi papá fue a trabajar durante tres meses para ganarse unos pesitos más y de allí nos trajo historias increíbles del Lago Fagnano, de los hielos eternos, y un pingüino patagónico que cazó con sus propias manos e hizo embalsamar. Otro bicho bien argentino, pero emplumado, que llevábamos a la escuela cuando teníamos que hablar de la fauna del sur.  Para mis amigos solanenses de la década del 60, sin televisión, enciclopedias, internet ni celulares, ver un pingüino era fascinante.

Hay algo que no puedo olvidar de mi infancia casi como un recuerdo eterno, una herida en la piel de esas que ya no duelen, pero dejan secuelas: el concentrado de carne. Venía en frascos, no en latas y valdría unas cuatro o cinco veces más que un Paté de Foie (acompaño la única foto que se encuentra, entre otros productos CAP, de ese extracto)

Una cucharada de esa gelatina consistente de rojo intenso, un procesado de la sangre del animal para disolver en cualquier sopa que en casa no faltaba. Un producto relativamente popular, de alto contenido vitamínico, además fácil de transportar, conservar, y exportar, sobre todo para una Europa que estaba en guerra. Creo que se lo puede confundir con el “extracto de carne”, elaborado por varios frigoríficos en Entre Ríos en base a una fórmula del alemán Liebig. [8]

Volvemos siempre al hecho de la sangre vacuna, el alimento simbólico fortificante, como lo fue la campaña de la espinaca de Popeye en EEUU que desde comienzo de la Gran Depresión en 1929 promovía el consumo de esa hoja para evitar supuestamente la anemia por falta de hierro en los niños. Había que superar la hambruna que aquella crisis produjo, y las autoridades sanitarias propagandeaban, a través de historietas y dibujos animados, la sensación que con ella el flacucho podía superar y destruir a Brutus, y salvar a su novia Olivia: un engaño. Nuestra espinaca fue el concentrado de carne, una opción casi mágica, pero real: un acierto. Luego vendrían algunos afamados Doctores de “Buenas Tardes Mucho Gusto” a decirnos que el juguito de la carne era algo sucio e innecesario. En el caso de Liebig la sangre del animal era usada para abonos.

Ya no se elabora más. Hay alguna compañía internacional que lo sigue fabricando y denominando así. Tiene ese color típico rojizo oscuro, pero estoy convencido que el concentrado de carne original de la Cap-La Negra, que se podía llamar “extracto” también, era a base de sangre de vacunos, y algunos otros componentes cárnicos, casi tan secretos como la fórmula de la Coca Cola, y éste actual ya no tiene nada que ver con aquel, desaparecido repentinamente del mercado.

Cómo podría olvidar a mi padre, un trabajador heroico de la Argentina transitando el industrialismo tardío, levantándose en Solano todos los días a las cuatro de la mañana para salir veinte minutos después, sigilosamente, abrir y cerrar la puerta, caminar nueve cuadras de tierra bajo todos los climas, y tomar el legendario Ferrocarril Provincial hasta Avellaneda,  a quien me lo imagino pasar, una vez más, por su multifacético y polisémico “Arco de Triunfo” (o de Derrota), el Portal (o el Altar) de Cap. La Negra que todavía se conserva. Y volver con su paquete de carne envuelto en papel de diario que sería debitado de su sueldo a fin de mes.  Mucho rabo, gelatina en la olla, y cortes grasos.

La Negra, vaya a saber por qué, era una mulata de perfil, labios rojizos, pañuelo rojiblanco recogiéndole los cabellos, aro redondo. La Negra recorrió más de 75 años del siglo XX; estuvo en nuestras vidas y de todo un país.

Víctor G. Gullotta

 

[1] Se puede especular mucho acerca de por qué al animal pampeano se lo llamó “res” desde su origen, siendo que desde la filosofía la “res” es el ente, todo aquello que existe, no una cosa particular, menos un animal, pero también la “substancia”, aquello que hace que los entes sean, su ser. Todas las cosas son “res”, pero no a cualquier cosa se la denomina “res” como nombre propio, excepto cuando no nos acordamos su nombre y acudimos a ella, como la “cosa esa”. ¿De manera que podríamos estar en presencia de un cierto animal que, por su representación y uso del lenguaje por el hombre es el único cuya entidad esencial, universal, además se nos revela ocultamente como la “cosa” que nos abre a una existencia abierta, distinguida de cualquier otra “cosa” dispuesta meramente a la mano? Lo patético es que el término “res” (cosa) es una idea compleja para ser encarnada simplemente en un animal como un ente económico de explotación y utilización de todas sus partes (nada se deshecha de él; se aprovecha todo) y que, en una cultura como la hindú, por ejemplo, es sagrado. Para nosotros, evidentemente, es todo lo contrario a una “cosa” sagrada, pero haciendo un esfuerzo de amplitud conceptual tal vez en un punto se una lo utilitario con un peculiar Ser que encarna en ella, sin que se anule un concepto con el otro.  En el origen y evolución del lenguaje tal vez se encuentre la respuesta a esta “res”.

[2] La oligarquía vacuna, en sus frecuentes viajes a Europa, en una travesía en barco que llevaba por lo menos un par de meses, llevaba una “vaca atada” en la bodega para proporcionarse leche fresca.

[3] Nos debemos realizar una historia integral y minuciosa de la Ganadería en Quilmes.

[4] Ver para ello el ensayo corto “El Cuchillo”, Martínez Estrada, Ezequiel, Radiografía de La Pampa, Editorial Losada, año 2007, págs. 57/58. Dice “Da autoridad porque en manos del obrero es competencia sin dejar de ser un instrumento de justicia y libertad”; “es la única arma que sirve para ganarse el pan con humildad”. Y fundamentalmente, dice EME, el cuchillo no es una indumentaria o atavío más para quien lo porta, sino una parte de su ser.

[5] “Tras 70 años, se cierra la historia de frigoríficos CAP”, Diario Clarín, 06.12.2004.

[6] Pacto Roca-Runciman, Wikipedia.

[7] Saccomanno José María, El Caso de la CAP (1934-1976), Universidad Torcuato Di Tella, marzo de 2014.

[8] Justus, barón von Liebig; Darmstadt, actual Alemania, 1803 – Munich, 1873) Químico alemán que fue pionero de la química orgánica, la bioquímica y la química agrícola, y es considerado por ello uno de los científicos más ilustres del siglo XIX. Había un frigorífico con su nombre en la localidad entrerriana del Departamento de Colón, Entre Ríos, que exportó a Europa durante la segunda guerra mundial, a riesgo del hundimiento de sus barcos, extracto de carne y Corned Beef. Eran carnes cocinadas, saladas, deshuesadas, parecido a lo que era el Corned Beef, y se calculaba que para elaborar un kilo se necesitaban 30 kilos de carnes.

7 comentarios sobre “El frigorífico CAP La Negra de Avellaneda

  1. Mi padre trabajo 22 años en la Negra,fue mecánico d hojalatería,arreglaba todo a mazazo limpio ,d los 9 años a los 13,caminaba 15 cuadras día x medio para ir a buscar la carne para casa,siempre encontraba alguien conocido,tío,padrino,primos,amigos d mi padre,siempre teníamos carne y fiambre d primera,jamás olvide la mortadela cilindro,mi madre cortaba 4 fetas a cuchillo para mi desayuno,las ponía en pan d fondo 2 los comía con el desayuno y los otros 2 los guardaba en los bolsillos e iba a jugar a la pelota ,de bebe mi madre en las comidas nada d juguitos me daba el rojo jugo d churrascos con cucharita,me crié comiendo asado del bueno,rabo,vacío,morcilla,hígado,,mi padre x su tarea hacia el asado para 20 compañeros todos los días ,los vecinos siempre le hacian pedidos para grandes asados,la molleja y los chinchu eran manjares exquisitos,tuve la suerte de ver estando en Camarita(donde se entregaba la carne comprada por el personal) como los expertos enlazaron a un par d animales q se habían fugado,la habilidad con el lazo era increíble,varias veces pude ingresar a los distintos sectores y lo más llamativo era la habilidad d los despostadores con el cuchillo,el primer cuchillo q tuve fue uno regalado x un amigo d papa ,estaba chiquito d tanto afilarlo.

  2. Excelente y muy sentido relato de una digna experiencia de laburo y de vida.
    Sin dudas, la CAP y la marca La Negra recorrió una parte imprtantisima del siglo XX y vos fuiste protagonista.
    Los datos que brindas son muy certeros y ojalá muchas legiones de jóvenes en nuestro país conozcan para comprender que existio una Argentina, productiva pujante y con una clase obrera muy experimentada . Felicitaciones

  3. En muchos momentos he debido interrumpir la lectura para contener la emoción que trasmite el relato testimonial de Víctor Gullotta acerca de la evolución histórica, no solo del frigorífico La Negra sino de nuestra condición de país ganadero. Aplaudo este ensayo- relato sobre todo por las reflexiones que genera.

  4. Uno de los artículos de Víctor Gabriel Gullotta que más me impactó! No sólo por la cruda y explícita descripción de las actividades dentro del Frigorífico “La Negra”. Me emocionó profundamente los distintos niveles trágicos que van surgiendo del dramático relato de Víctor: Desde su primeriza experiencia laboral, allí donde tantos años trabajó su padre, presenciando la muerte de los animales como un engranaje más del sistema capitalista; su padre despedido luego de 20 años en la empresa, sin importar todos los sacrificios para viajar desde Solano hasta Avellaneda en el ex Ferrocarril Provincial (así como lo hacía “el tío Daniel”, primo de mi abuelo Pedro) y el desmejoramiento de su salud a partir del despido; la destrucción de las industrias y su reemplazo por cadenas de supermercados extranjeras; el exterminio del gaucho por el modelo económico impuesto por la oligarquía ganadera; la subordinación a los intereses imperialistas que regían la división internacional del trabajo.

  5. Que maravilla poder volver a recordad todo esto La Negra para mí es mí corazón.nunca la voy a olvidar nunca.fueron tres generaciones.mi abuelo mí padre y yo.mi nombre es Roberto Sal Hijo.hoy con 69 años.la sigo amando desde el primer día que empezar a trabajar.gracis

  6. Tengo un libro de 700 paginas, mas o menos, encuadernado original “Boletin La Negra” dirigido a la ama de casa, con mucha publicidad de los productos fabricados en el frigorifico y notas de interes economico hogareño, y mucho mas.

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